miércoles, 30 de enero de 2013

Aventura!

Hacer actividades que uno nunca realiza, es como salir de una celda y encontrar que hay tanto espacio adentro de uno que todavía no había sido explorado que genera felicidad, libertad, alegría... es como soltar al niño que llevamos dentro y dejarlo correr, saltar, embarrarse, vuelve cansado, pero con los ojos brillantes.
Así me sucedió en la excursión al Cerro Frey. Fuimos un equipo de cuatro. De izquierda a derecha: Toti, María, Lean y yo.

Aquí estamos en la base del Cerro Catedral. Punto de partida
y de llegada de la travesía
La subida fue tranquila al comienzo y luego fue volviéndose más intensa, ya que se puso cada vez mas empinada. Anduvimos tranquilos y en tres horas llegamos al Frey. La caminata fue de lo más bella. Vimos bosques, lagos, frutillas silvestres (que también comimos, ¡claro!), aguas limpias y cristalinas de arrollos, un disfrute total a cada paso.



Al llegar al refugio del Frey, nos recibieron con muy buena onda. Se distinguían varios idiomas y luego de conversar con los anfitriones, nos dispusimos a almorzar. Recuerdo el placer de sentarme y darle una tregua a mis piernas.
Nos refrescamos en el lago y los chicos aprovecharon para hacer slackline... sus energías eran realmente inagotables!



Yo preferí hacer una pequeña práctica y luego emprendimos el "descenso". Lo pongo entre comillas porque en realidad tuvimos que subir bastante para retornar. Tomamos un camino diferente. Fuimos hacia el Cerro Catedral, para lo que tuvimos que ir ascendiendo hacia montañas como esas puntiagudas que se ven en las fotos y, en muchos momentos, trepando. Si me hubieran advertido todo lo que íbamos a tener que hacer, estoy segura que hubiera optado por volver por donde vinimos. Sin embargo, la adrenalina que sentí y el hacer cosas que nunca hago me renovaron por completo. No tenía tiempo para pensar. La atención estaba completamente plasmada en dónde poner el pie o el apoyo y avanzar.

Luego del primer tramo de subida, la vista panorámica
de dónde   paramos a comer. (el lago que asoma por la izquierda)
Había Torres de piedra que imaginábamos que eran las casas de las águilas gigantes de El Señor de los Anillos, manchones de nieve y arrollitos y cascaditas con el agua de deshielo. ¡Qué placer beberla!
Luego nos topamos con la Laguna Schmoll, de aguas cristalinas y un color turquesa bellísimo. En este vídeo se muestra la Laguna y yo no sabía, pero minutos después trepé las rocas que se ven en el fondo y pasamos al otro lado.


Al pasar al otro lado quedé anonadada. Aparecía cada vez más majestuosidad. Agradecía cada paso que daba, porque me brindaba la posibilidad de apreciar más belleza.






Al llegar al Cerro Catedral, donde está la estación de aerosilla, emprendimos el descenso. La consigna fue acortar camino, por lo que si yo había pensado que el bajar iba a ser más tranquilo que subir, ¡estaba totalmente equivocada! Los chicos, como niños, bajaban corriendo y saltando. Yo notaba el temor en mis piernas y cómo por momentos frenaba el impulso, la inercia del movimiento que daba la sensación de perder por completo el control de a dónde iba mi cuerpo.
Puedo decir que sobreviví. Traigo unos golpecitos, raspones y, sobre todo, una enorme felicidad. Lean me comentaba que Jodorovsky dice que hacer cosas que uno no hace habitualmente es muy sanador. Se abren nuevos espacios adentro... hay más lugar para expandirse. Eso sentí yo.

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